Por Ing. Mariella Ackermann
Docente en la Pontificia Universidad Católica del Perú
Marketing estratégico ǀ Comunicaciones ǀ Innovación ágil ǀ Coach certificada
Fuente: Imagen propia
Hola, antes de comenzar, quiero presentarme… Me llamo Mariella; el motor de mi vida es mi familia -mi esposo y mis dos hijas-. Soy ingeniera industrial, MBA y Business Coach. Tengo más de 25 años de trayectoria profesional en marketing en banca y educación. Soy una lectora empedernida y una eterna aprendiz. Practico yoga; me fascina viajar y amo la playa. No, la edad no se las voy a decir…
Retrocedo mentalmente en el tiempo y no dejo de sorprenderme al pensar cómo nos pudo haber cambiado la vida la pandemia. Medidas extremas, confinamiento, temor al contagio, impacto económico y un costo altísimo en vidas. Sin embargo, teníamos que continuar. No podíamos quedarnos en vilo. El sector educación tuvo que responder y, a pasos acelerados, nos vimos todos los niveles inmersos en un entorno con el que gran parte de los docentes no estaba familiarizado -o, de hecho, ni siquiera lo había considerado-: el entorno virtual.
En lo personal, si bien había seguido varios cursos virtuales, la mayoría habían sido asíncronos, no los había dictado aún. En estos últimos años, he dictado cursos de marketing, innovación y metodologías ágiles en el Centro de Emprendimiento de la Universidad Católica de Perú. Los alumnos son dueños de empresas propias o familiares, algunos con varios años en el mercado, otros con empresas de poca data, que buscan nuevas herramientas para hacer crecer sus negocios y enfrentar los desafíos de un mercado cada vez más competitivo, tecnificado y globalizado. Sólo algunos tienen formación universitaria, pero los une ese deseo de superación, ese afán por esforzarse, esa apuesta por sí mismos y el país.
En el marco de las tendencias modernas para profundizar los aprendizajes, mis clases presenciales son bastante participativas. Trabajo con grupos, usamos mucho post-it, plumones, papelotes para las herramientas de las metodologías ágiles (mi caja de materiales parece la de una profesora de inicial), me acerco a resolver dudas o animar cuando están trabajando en grupo, hasta pongo música de fondo. Nos movemos, cambiamos de disposición los sitios, buscando fomentar, permanentemente, el diálogo entre todos. Me presento -como lo hice al comienzo de estas líneas- en todas mis dimensiones, no sólo en la profesional; les pido que me hablen de tú -para reducir distancias-; me acerco cuando uno va a hablar; procuro aprenderme los nombres -se los hago escribir en papeles delante de ellos-; busco las miradas de entendimiento y estoy atenta a las de inquietud o duda.
De pronto, ¡me avisaron que nos mudábamos a la virtualidad! Presta a rediseñar mi clase al nuevo entorno, comencé a pensar en los principales desafíos. El primero que me vino a la mente fue cómo asegurar ese “vínculo afectivo” que sentía que fluía de manera tan natural en una clase presencial y que, en mi opinión, resulta imprescindible para conectar con los estudiantes. Sin emoción, no hay aprendizaje.
Un segundo desafío sería cómo “hacerlos hacer” para mantener su atención y asegurar la motivación y los aprendizajes y, un tercero, cómo superar los temas de conectividad -en nuestro país, lamentablemente, aún es insuficiente y de baja calidad- y poco conocimiento de las tecnologías de la información y comunicación (TIC).
Varias fueron las acciones que tomé para rediseñar mis clases al nuevo contexto. En primer lugar, propiciar que el grupo se conociera -se comenzaran a identificar como individuos valiosos que aportaban al grupo cada cual desde su mirada y su experiencia- y se reconocieran como seres emocionales que traían esas emociones al aula, al igual que sus clientes lo hacían en la relación con sus negocios -entendiendo el gran impacto de las emociones en la toma de decisiones personales y organizacionales, con mayor razón, en situaciones tan complejas e inusitadas como las que estamos viviendo.
Un factor clave en la motivación de los estudiantes es conectar con sus intereses. En ese sentido, habida cuenta que el estudiante estaría ahora en un lugar físicamente distinto, lo que me dificultaría juzgar su nivel de involucramiento con el tema, un segundo cambio que planifiqué fue que, para los trabajos de grupo durante la sesión en las salitas de Zoom, cada uno aplicara primero la herramienta o estrategia revisada a su empresa y luego compartiese lo visto con sus compañeros de grupo para recoger aportes y sugerencias de mejoras. De esa manera, supuse no perderían el interés ya que, como señalé, los mueve el anhelo de hacer crecer su empresa.
Finalmente, me puse a explorar herramientas de trabajo colaborativo que permitieran simular el tipo de dinámicas que trabajamos en aula y facilitaran la construcción de los nuevos saberes. Para mi agradable sorpresa, encontré las salitas de Zoom además de múltiples herramientas -muchas con versiones Freemium- que podían ser utilizadas. Las características de algunas las hacían más idóneas para un tipo de actividades que otras. Había que ir experimentando.
Premunida de estas herramientas y del rediseño de mis sesiones, tuve mi primera sesión virtual con el grupo que había comenzado el programa presencialmente. Es decir, jugaba a mi favor, el que ya los conocía.
¡¡¡Mi primer shock fue toparme con las cámaras apagadas!!! ¿Dónde estaban mis alumnos? ¿Me estaban viendo? ¿Estarían comiendo, leyendo o jugando con sus mascotas? ¿Qué había detrás de ese recuadro negro? Gentilmente, los invité a prender sus cámaras; he de admitir que sin resultado.
¿Era por restricciones del ancho de banda? ¿Tenían alguna limitación de sus dispositivos? ¿Debía considerarlo una falta de respeto? ¿Significaba que no les interesaba mi clase? ¿Cómo me iba a dar cuenta de que sus ojitos brillaban cuando descubrían algo que les parecía interesante y útil? ¿Cómo iba a percatarme de que reían de alguna broma o situación ligera que se suscitara? ¿Cómo darme cuenta de que había tocado terreno fangoso, inestable y que debía recular para aclarar algún punto? Buscando llevarlo a la ligera, literalmente les decía: “¡Me hace falta ver sus caritas!” ¡Nada…no se daban por enterados! ¡¡Los recuadros seguían negros!!
Luego, me percaté de otros desafíos. En clase, circulo por el ambiente y, cuando hablo, muevo las manos. Ahora me tocaba estar sentada y, si movía las manos, tenía que asegurarme de que ¡entraran dentro del encuadre de la cámara! Por otro lado, la inestabilidad de las conexiones hacía que, de pronto, algunos alumnos “desaparecieran” y “reaparecieran” al rato; el desconocimiento de algunos de ellos de las funcionalidades significaba hacer un alto para explicar detalles operativos (hasta necesité incluso apoyarme en algún hijo adolescente o nieto del alumno para resolver las dudas en ese lado de la pantalla). Pero esas eran sus realidades…
En los primeros trabajos en equipo, también surgió que alguien no podía hacer parte de lo solicitado (ahí descubrí que, cuando la conexión era a través de un celular, en algunos aplicativos, ¡¡no operaban todas las funcionalidades!!).
Al principio, fue también un reto controlar la navegación en simultáneo por las diferentes pantallas: mi presentación, las plataformas colaborativas, los controles de Zoom, la vista de galería de los participantes, el chat. De pronto, se me desaparecía la ventana de los participantes y alguien hablaba y -como no tenía el recuadro negro iluminado- ¡no tenía cómo saber quién era!
Otro gran desafío era soltar una pregunta general y obtener ¡silencio total! O, buscar la participación de alguien en particular y decir: “Fulanita, ¿qué opinas de tal o cual tema?” … silencio … “Fulanita, …fulanita, …fulanita, ¿estás?” …silencio … Sólo te quedaba decir: “Oh, creo que fulanita nos ha dejado”. Y, cuando ya tirabas la toalla para pasar a preguntar a otro alumno, veías que el micro se abría y oías, “No, Mariella, sí estoy, es que mi micro no encendía”.
De todo, sin embargo, lo que me resultaba más frustrante eran ¡las benditas cámaras apagadas! Honestamente, me generaban una gran incomodidad. Hasta que le oí a una colega decir: “Que el estudiante prenda su cámara significa que te está abriendo una ventana a su hogar y no todos están dispuestos a hacerlo, de repente, porque no tienen un espacio tranquilo para hacer su clase o un lugar que esté dispuesto o se sienta cómodo para mostrar.” Esa reflexión -que agradecí mucho- me hizo cambiar totalmente de perspectiva. Por supuesto, siempre preferiré las cámaras prendidas, pero creo que no tengo el derecho de exigirlas y, en cambio, valoro mucho cuando -a raíz de una actividad especialmente vinculante- los alumnos espontáneamente las prenden. Celebro de corazón verles sus rostros y así se los digo.
Al inicio, también daba menos tiempo para el trabajo en las salitas de grupo. Me preocupaba dejar de verlos (bueno, escucharlos para ser más exacta) por mucho rato, pero, casi siempre, cuando regresaban a plenaria, los comentarios eran: “¡Uy, faltó tiempo!”. Así me fui dando cuenta que valoraban mucho la discusión entre ellos, el compartir sus experiencias, así que, alargué un poco los tiempos.
Entonces, ¿cómo enfrentar este contexto complejo y diferente? ¿Qué postura quería asumir? ¿Cómo asegurar los aprendizajes de estos nuevos grupos de alumnos?
Decidí que necesitaba priorizar ese vínculo afectivo -fundamental en el aula presencial, imprescindible, en virtual- y seguir profundizando lo que conocía de cada alumno. Poner más que nunca las emociones sobre la mesa y, luego, jugar en tándem con la tecnología para lograr los objetivos de aprendizajes, no sólo en cuanto a los contenidos, sino, especialmente, en cuanto a las habilidades blandas o transversales tan importantes para el desarrollo pleno de la persona.
Una de las grandes ventajas que aprecié del sistema es que tenía siempre los nombres al frente mío – lo que me simplificaba el ejercicio de memoria-. Claro, por ahí, de pronto, alguien figuraba como “Motorola FX4538” o con un nombre de alguien que no era alumno y tocaba pedir el nombre real. Además, podía anotar algún dato que me permitiera conocer un poco más a quien hablaba o algún aporte o experiencia especialmente interesante sobre la que pudiéramos luego construir.
Otra maravillosa ventaja que recién me percaté en el segundo curso que dicté (a ellos no los conocía presencialmente) es que el grupo era mucho más heterogéneo. ¡La virtualidad nos había ayudado a superar distancias! Casi la mitad eran de otras ciudades, lo que hubiese sido imposible en la presencialidad ya que el programa dura 6 meses. El aporte de estas miradas y experiencias de otras realidades enriquecía el debate y permitía también propiciar la generación de alianzas de negocios complementarios o la incursión en nuevos mercados.
Incorporación de TIC
Pasan algunas anécdotas. En un grupo, alguien respondió: “Me #*#!#! responder estas preguntas”. Sin identificar al autor ya que no venía al caso, me permitió abordar con el grupo qué podía haber detrás de una respuesta de este tipo y cuán importante era poder reconocer y conectar con nuestras emociones -algo que la educación tradicional no nos enseñó-, para poder hacerlo con las de los demás (incluyendo a nuestros clientes).
Mentimeter o Padlet también me permitían conocerlos un poco más para recoger sus intereses, sus desafíos con relación al curso y descubrir qué los movía.
A modo de cierre, algunas recomendaciones…
En fin, mudarnos a la virtualidad sigue siendo un proceso de aprendizaje continuo, pero altamente gratificante. El contexto nos desafía, pero creo que tenemos la pasión y las capacidades para salir adelante y seguir cumpliendo nuestra misión de ayudar a nuestros estudiantes a ser mejores personas.
Algunas recomendaciones surgidas de mi experiencia:
- Buscar activamente la vinculación afectiva con los estudiantes. Sé que esto es más difícil en tanto más numerosa sea la clase. Individualizarlos se vuelve más complejo, pero vale la pena el esfuerzo.
- Somos seres emocionales. No podemos negar el impacto de las emociones en nuestras acciones y las de los demás. Reconocer y validar las emociones del grupo es muy importante en ambientes presenciales, pero es vital en entornos virtuales donde nuestra conexión es a través de una pantalla.
- Hacer el mayor esfuerzo posible para conocer al grupo, identificar cuáles son sus intereses, qué los mueve con relación a la disciplina que dictemos, para ver cómo podemos aprovechar esos intereses para abordar nuestro curso a fin de mantenerlos motivados.
- No tener miedo al nuevo entorno: es un entorno rico que ofrece muchas ventajas si lo sabemos aprovechar; si nos preparamos adecuadamente y diseñamos con esmero nuestras sesiones para esta nueva realidad; pero, a la vez, somos lo suficientemente flexibles como para adaptarla “en vivo” y no desaprovechar las oportunidades de aprendizaje que surjan.
- Usar las múltiples herramientas que nos ayudan a dinamizar la actividad en clase; probarlas, ver cuál se presta más para la actividad que hayamos diseñado; seguir explorando para conocer nuevas.
- Fomentar el trabajo cooperativo: la interacción entre los estudiantes enriquece el diálogo y es muy valorada; el aprendizaje es mejor cuando es multidireccional: docente-alumno, alumno-docente y entre los alumnos.
- Prepararnos, prepararnos y seguir preparándonos. Por muy buenas y exitosas que puedan haber sido nuestras clases presenciales, hay que rediseñar la experiencia para el entorno virtual. No se trata de hacer lo mismo.
Recordemos que, para poder tocar cerebros, primero tenemos que tocar corazones; conectar con ese ser humano maravilloso que tenemos en frente nuestro -o detrás de un recuadro negro-. Repito, porque soy una convencida, sin emoción, no hay aprendizaje. Les dejo un gran abrazo virtual.
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