Pedagogía

Cápsula del Tiempo 2018 — 2023

Por Alejandro Galán Martín
Docente de secundaria
Máster Universitario en Formación de Profesorado de Educación Secundaria

Jueves, 3 de agosto de 2023

Allá por abril de 2018, el que escribe estas líneas era un profesor novato, con tan solo unos meses de experiencia como docente a sus espaldas. Impartía sus clases de Geografía e Historia en el IES Airén de Tomelloso, en Castilla-La Mancha, una bella región en el centro de España conocida en todos los rincones del mundo por las andaduras y correrías del hidalgo Don Quijote y su escudero Sancho Panza.

Por aquel entonces, contaba con 25 años, daba clases en los primeros cursos de la Educación Secundaria Obligatoria y empezaba a comprender que mi misión como profesor debía ir más allá de enseñar climas, paisajes naturales, Prehistoria e Historia Antigua a mis alumnos de 12 y 13 años. Mi misión se trataba también de educar y de convivir, de propiciar un buen ambiente en el aula, de dar lo mejor de mí mismo para que esos chicos llenos de sueños y cargados de energía, pero también azotados por todo tipo de problemas e inseguridades, aprendieran nuevos conceptos y realidades cada día, prestando también una especial atención a lograr que estuvieran a gusto, se sintieran queridos y valorados y dejaran escapar alguna que otra sonrisa. Para conseguirlo, sabía que tenía que ejercer mi profesión al menos con la misma pasión con la que Don Quijote cabalgaba lanza en ristre a lomos de su caballo Rocinante contra los molinos de viento y con la misma entereza con la que Sancho Panza se devanaba los sesos para gobernar con justicia la ínsula Barataria en la célebre novela de Miguel de Cervantes.

En esas andaba, enseñando a mis alumnos todo lo posible y aprendiendo de ellos mil cosas cada día, cuando, en marzo de 2018, mi grupo de 1.º ESO “E”, de “especial” (si alguien ha visto o leído Assassination Classroom, de Yūsei Matsui, entenderá la referencia), comenzó a mostrar un especial interés por el origen de las fuentes históricas: ¿qué tipos hay? ¿dónde se encuentran? ¿debemos tener en cuenta solo lo que nos dicen, o también aquello que nos ocultan? ¿cómo se puede saber sin son más o menos fiables?

En medio de esos debates, uno de mis alumnos, lleno de emoción, preguntó a viva voz: “Alejandro, ¿qué pasaría si entierro un papel en el que ponga ‘mi nombre es X, soy un dragón y echo fuego por la boca’? ¿Qué pensarían al respecto las civilizaciones del futuro si lo desenterraran dentro de mil años?”. Al día siguiente, dos alumnas se acercaron a mi mesa antes de comenzar la clase: “Alejandro, toma, guarda tú este papel, pero, por favor, no le digas a nadie lo que pone”. Han pasado ya varios años, y confío en que me perdonarán si hago público el contenido de su mensaje sin incluir sus nombres. Cito literalmente: “Somos X e Y, vivimos en Tomelloso y lanzamos fuego por la boca”.

Todo esto me resultaba de lo más gracioso y sorprendente, pero también me incitaba a pensar que tenía que hacer algo para sacarle el máximo partido posible a ese interés tan genuino mostrado por mis alumnos y relacionarlo de alguna forma con los contenidos de la materia. Entonces se me ocurrió: ¿Por qué no enterrar nuestras propias cartas con un fin didáctico a la par que recreativo? Partiendo de esa premisa, les pregunté a mis alumnos si querrían enterrar una caja con cartas escritas por ellos mismos para sus yos del futuro, que desenterraríamos cinco años más tarde, una vez hubieran finalizado su etapa en el instituto. En ellas, podrían dejar por escrito cuáles eran sus gustos, intereses o principales amigos, incluir alguna anécdota o pensamiento que les gustaría recordar, dar consejos a sus yos del futuro desde su mirada de adolescente o plantearse qué objetivos esperaban haber cumplido al llegar a los 18 años. Junto a esas cartas, además, podrían añadir otra más dedicada a algún amigo especial, así como fotografías u objetos personales con cierto valor sentimental. Cinco años más tarde, volveríamos a reunirnos para desenterrar la caja y pasar un rato juntos, dado que era del todo seguro que a partir del curso siguiente ya no volvería a darles clase, ya que regresaría a mi región (Extremadura) y no podría repetir en su instituto.

La propuesta recibió una cálida acogida entre mis alumnos, que se miraron los unos a los otros con gran entusiasmo e instantáneamente me dieron un sí rotundo. Además, para nuestra suerte, el director del instituto, José Antonio Espinosa, nos puso todas las facilidades del mundo para enterrar nuestra caja e incluso recogió la idea, aprovechando que aquel año celebrábamos el 25 aniversario del centro, para enterrar otra cápsula del tiempo, en este caso a nivel institucional y con participación de todo el instituto, para conmemorar el futuro 50 aniversario del IES Airén. Esta segunda caja la abriremos en 2043 y no me cabe duda de que será un día de lo más especial…

Pero volviendo a nuestra cápsula del tiempo, aclaradas las pautas, rápidamente nos pusimos manos a la obra y 17 de abril de 2018 nuestras cartas yacían ya bajo tierra, custodiando unos secretos que no verían la luz hasta innumerables días de sol, bastantes lluvias y unas cuantas nevadas después. Cinco años parecía mucho tiempo… ¿Resistirían las cartas las inclemencias del tiempo? Y teniendo en cuenta lo que pasa muchas veces con los proyectos a largo plazo, ¿mantendríamos nuestro compromiso de reunirnos de nuevo en 2023? Lo primero ya no estaba en nuestra mano (una caja de madera y unas pocas bolsas tendrían que cargar con esa responsabilidad), pero para lo segundo creamos un grupo de WhatsApp que, cada 1 de enero, con una precisión milimétrica, mis alumnos se encargaban de actualizar, cambiando el título a “Cápsula del tiempo 2019”, “Cápsula del tiempo 2020”… y recordando que ya quedaba un año menos para el tan esperado reencuentro. Finalmente, ese día llegó el 20 de mayo de 2023, y quién nos habría dicho cinco años antes que para llegar a esa fecha tendríamos que superar antes, entre otros muchos avatares del todo imprevisibles, una terrible pandemia o las nefastas consecuencias de la injustificable invasión rusa de Ucrania.

Para mis alumnos, además, esos cinco años habían supuesto el grueso de su experiencia como adolescentes y como estudiantes de instituto, y para mí, todo tipo de experiencias a nivel personal y como docente en tres institutos diferentes de la Comunidad Autónoma de Extremadura. Sumamente emocionado, la tarde anterior a ese 20 de mayo de 2023 conduje con mi coche los más de 300 km que separan Tomelloso de mi residencia actual y la mañana siguiente al fin me reuní con mis antiguos alumnos, tres compañeros del Airén y José Antonio, el director del instituto, que tuvo el detalle de acercarse un sábado por la mañana al centro para abrirnos las puertas y ofrecernos todas las facilidades posibles para proceder a desenterrar la cápsula del tiempo. Allí estaban mis alumnos, increíblemente altos y maduros a mis ojos, y nada más verlos, no pude evitar envolverme en un abrazo con todos ellos. Mi mayor miedo era que, al haber pasado tanto tiempo, y tras haber dado clase a centenares de adolescentes, algunas caras me resultaran irreconocibles, o incluso algunos nombres se me hubieran olvidado, pero para mi alivio, lo cierto es que los reconocí a todos al instante, sin la más mínima dificultad. Con un calor cada vez más sofocante, tras más de 20 minutos excavando con las palas que nos había prestado José Antonio, y tras un par de cambios de ubicación, pues teníamos algunas dudas sobre si la cápsula del tiempo se encontraba unos centímetros más acá o más allá, al fin lo conseguimos: como por arte de magia, la caja de madera se había desintegrado, pero por suerte, las bolsas que envolvían nuestras cartas habían aguantado lo suficiente como para conservar nuestros preciados escritos.

Procedimos entonces a repartir las cartas, y una vez leídas por sus autores, que entre otras reacciones mostraron risas, gestos de sorpresa, miradas de aprobación, alguna que otra lágrima y comentarios de incredulidad, pasé a leer a mis alumnos la carta que había escrito yo para ellos cinco años atrás. En ella, a grandes rasgos, rememoraba algunos de nuestros mejores momentos, incluía referencias directas a todos mis chicos, de forma individualizada, y les confesaba lo importantes que habían sido para mí para confirmar que no me había equivocado lo más mínimo con el camino escogido y que, efectivamente, mi vocación era la docencia. Me llevó algo más de diez minutos leer la carta, y he de reconocer que en un par de ocasiones la emoción me jugó una mala pasada y me obligó a hacer un parón de unos segundos, para evitar que se me saltaran las lágrimas. Tras unos aplausos conmovedores, algunos valientes se atrevieron a leer públicamente el contenido de sus cartas, regalándonos frases para la posteridad y confesiones de lo más sorprendentes. Una vez terminadas las lecturas, pusimos fin al reencuentro con una comida en un restaurante cercano para recordar viejas anécdotas y contar proyectos de futuro y cerramos así una experiencia que comenzó como una aventura improvisada y que ha terminado por convertirse en una de las experiencias más gratificantes que he tenido ocasión de vivir como docente.

Por ello, solo puedo terminar recomendando a los maestros y profesores que hayan dedicado unos minutos de su valioso tiempo a leer estas líneas que, si la idea les resulta atractiva, se embarquen en un proyecto similar. Y también, por supuesto, dando las gracias. Gracias, de corazón, a mis alumnos del Airén, por todo lo que me enseñasteis en mi primer año como profesor y por haberme regalado tantos buenos momentos. Gracias, mis pequeños, por personificar a la perfección la fusión más tierna posible entre Don Quijote y Sancho Panza, con vuestra explosiva mezcla de naturalidad, honradez, espontaneidad y dosis oscilantes e impredecibles de sensatez y locura. Gracias, en fin, por tanto, a cambio de tan poco.

Ojalá que este pequeño artículo subsista en la nube el tiempo suficiente para que, dentro de muchos años, cuando la tierra nos sea leve y se haya extinto todo recuerdo, un fortuito lector del futuro que eche o no fuego por la boca pueda toparse con él y convertirlo así en otra humilde cápsula del tiempo.

Alejandro Galan Martin

Agregar comentario